"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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EL DÍA QUE DOS MÁS DOS FUERON 5

EL DÍA QUE DOS MÁS DOS FUERON CINCO © Jordi Sierra i Fabra 1981 ¡Oh, cielos…, cuando lo recuerdo aún me pongo a temblar! Aquel día… Era un día normal, como otro cualquiera. Había salido el sol y la primavera sonreía lozana por detrás de todos los árboles y plantas. En las ciudades flotaba la tensión de siempre y en los campos aleteaba la misma monótona calma. Todo parecía exactamente igual que siempre. Pero no, no lo era. Aquel día, un niño hizo una suma y vio, consternado y sorprendido, que dos más dos ya no eran cuatro. Y si dos más dos no eran cuatro, ¿qué resultado…? Cinco. El niño repasó la suma. No quería que la señorita le riñera, ni quería llevarse una mala nota a casa. Era un chico listo y sabía que, toda la vida, dos más dos habían sido cuatro. Pero estaba claro que aquél era un día distinto. Porque dos más dos eran cinco. El niño se asomó a la ventana. ¿Qué hacer? ¡Ah… no lo sabía! Algo sucedía. Algo andaba mal en alguna parte. ¿En su cabeza? ¿En el mundo? Y por la ventana comprendió lo que estaba sucediendo. Todo andaba al revés. La gente, por la calle, caminaba despacio, sin prisa… ¡y se sonreía y se saludaba al pasar! Los hombres iban vestidos con mucha comodidad, pasando de trajes y corbatas, y las señoras lo mismo, tomando el sol y respirando, deteniéndose a contemplar las casas frente a las que solían pasar los restantes días sin darse cuenta de que existían. Aquellas personas que regresaban del mercado y de hacer la compra, no volvían con el rostro serio ni refunfuñando por lo que habían gastado. Todos cantaban felices. ¿Y el tráfico? ¡Ah, qué cosa más sorprendente! El tráfico era inexistente porque nadie había cogido el coche aquella mañana. ¡Todos los transportes públicos funcionaban perfectamente por aquella fluidez de las calles, sin ningún atasco ni aparcamientos en dobles filas. Los niños podían jugar en la calzada y los perros iban de un lado a otro sin miedo a ser atropellados. Algunos también iban en bicicleta, o en patinete, libremente y sin problemas. ¿Más? Sí, ¡todo! El Banco del Dinero tenía sus puertas abiertas y los pobres hacían cola para recoger un poco de lo que guardaban aquellas arcas herméticas y superguardadas. Donde antes sólo había basureros y aparcamientos, ahora había parques hermosos y cuidados. Los ancianos y ancianas tomaban el sol en ellos, y había tantos que nadie se quedaba sin un banco para sentarse. ¡El sol! Sí, sí… lucía un sol radiante y perfecto. ¿Dónde estaba la polución? Simplemente… había desaparecido. Las fábricas habían puesto filtros a sus chimeneas y lo mismo en sus vertidos a los ríos, que discurrían transparentes y puros, rebosantes de peces. Los periódicos estaban llenos de buenas noticias. Ninguna revolución. Ningún atentado. Ningún accidente. Ningún muerto. Todos los políticos se habían ido al campo o a la playa a pasarlo bien, porque no existían problemas. ¿Crisis? ¡Ya no había crisis! Nunca más haría falta petróleo para vivir: los científicos habían descubierto que el agua servía para todo y que el polvo podía utilizarse para fabricar cualquier cosa. El niño, impresionado, bajó a la calle. La ciudad olía bien. El quiosquero de la esquina le regaló un cuento y la pastelera de la otra calle una bolsa de caramelos. Aquel día… Nunca, nunca iba a olvidarlo. Llovió un poco, pero la lluvia sabía a limón. Fue al cine, porque todos los cines proyectaban películas de dibujos y eran gratis. Y su padre llegó a casa contento y feliz porque había ido un rato a la oficina, donde un jefe bueno y amable le había dado permiso para irse y así jugar con él. Era temprano. ¿O no? Tampoco importaba mucho, porque nadie miraba el reloj. Los urbanos no ponían multas. Nadie hacía ruido. Las personas no se peleaban: sonreían por todo. Los ladrones devolvían lo que habían robado una vez. Un hermoso mundo se había vuelto hermosamente loco… ¿O cuerdo? ¡Ah, era difícil decirlo! Aquel día, por fin, dos más dos habían sido cinco. ¡Viva! Luego llegó la noche. Al niño no le hizo falta ver la televisión, porque lo había pasado tan bien que ya no le interesaba una distracción tan superflua como aquélla. Jugó con sus padres y sus hermanos y se metió en la cama sin que nadie tuviera que decírselo. En todo aquel día no se había enfadado ni una sola vez. No le habían reñido ni había llorado por nada. Había sido el día más feliz de su vida. Soñó con paraísos y cometas, con felicidad y alegría. Soñó que dos más dos eran cinco, porque… ¿cómo pudo haber creído alguien alguna vez que dos más dos podían ser cuatro? ¡Qué absurdo! ¡Mmm…! Cuando despertó por la mañana se lavó la cara y se limpió los dientes. Tenía muchas ganas de bajar a la calle, y charlar con sus amigos, y bañarse en una fuente, y jugar, y… La calle. El niño abrió los ojos sorprendido al asomarse a la ventana. La calle estaba llena de coches yendo de un lado a otro, de hombres serios y taciturnos que gruñían cuando chocaban entre sí, y de mujeres que protestaban por todo. No había parques, y los ancianos y ancianas se apelotonaban en las pocas esquinas en las que se filtraba un poco de luz. De luz, porque el sol aparecía oculto por una espesa capa de bruma. El Banco del Dinero estaba supercerrado y protegido por muchos policías. Los periódicos se vendían por el numero de cosas malas que publicaban. El tráfico era horrible. Los ríos estaban sucios. Los cines proyectaban películas de tres, cinco, diez, veintisiete y hasta cien rótulos diciendo que eran “prohibidas para menores”. El ruido era aterrador. Nada olía bien. La voz de su madre llegó apremiante. Su padre se marchó a la oficina con una cara así de larga. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba aquella alegría, aquella felicidad, aquella libertad del día anterior? ¿Había existido aquel día? El niño cogió la libreta de sus deberes. La última página escrita ofrecía una suma elemental: dos más dos. Hizo la operación y descubrió consternado que era… cuatro. No, no podía ser: dos más dos eran cinco… ¡tenían que ser cinco! Lo repasó, pensó en la señorita, en sus notas, y una y otra vez extrajo el mismo resultado: cuatro. Dos más dos eran cuatro. Aquella noche, después de un día lleno de problemas, el niño se metió en su cama muy pensativo. Se preguntó por qué dos más dos habían de ser siempre cuatro, y no obtuvo ninguna respuesta a su interrogante. Se durmió, soñando que dos más dos eran cinco. Y soñó que, algún día, dos más dos volverían a ser cinco. Para siempre.

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